domingo, 19 de septiembre de 2010

A TÍTULO PERSONAL: HACE 25 AÑOS

POR.- RAÚL GÓMEZ MIGUEL

El 19 de septiembre de 1985 a las 7:19 de la mañana un impredecible movimiento telúrico destruyó varios barrios de la parte vieja de la Ciudad de México e hizo crecer a una generación de sus habitantes de un día para otro.

El recuento oficial nunca se puso de acuerdo, pero los muertos fueron demasiados y las circunstancias únicas.

Las semanas siguientes constituyeron una odisea de recuperación y aplomo de los supervivientes que con las manos sacaron de los escombros a gente viva y cadáveres.

Cada familia urbana guarda recuerdos de aquello.

Como todos los aniversarios, la bandera monumental de la plancha del Zócalo se pondrá a media asta y las autoridades guardarán un minuto de silencio.

En esta ocasión, al final del puente de las fiestas patrias, el 19 de septiembre cumple un cuarto de siglo y los jóvenes de entonces estamos entre los cuarenta y cincuenta años de edad.

Las generaciones recientes, cortas de memoria, no entienden por qué se nos va el color al sentir un movimiento de tierra o por qué septiembre nos representa una oración de difuntos.
No las podemos culpar. Cada generación tiene su propio horror.

Para las muchachas y los muchachos de ayer, los terremotos de 1985 nos arrancaron una porción de nuestras vivencias, de nuestros paseos, de nuestra inocencia. Perdimos a contemporáneos entrañables y ayudamos como pudimos en esas horas de emergencia suprema.

Hubo héroes sin medallas y hubo medallas sin heroísmo. Pero en lo interno, cada uno de nosotros sabe qué hizo en esas horas.

Todavía no me explico proezas y tengo vacíos en la mente de escenas que por terribles no debo convocar.

En las brigadas de auxilio, unos jovencitos nos atrevimos a romper la cadena de mando y hacer no lo “bueno”, sino lo correcto.

Después el Estado colosal se puso en lento movimiento.

Ganamos la calle como en muchas otras fechas y, aunque hubo una fuerza imposible de explicar que nos hizo ir adelante, nuestra derrota fue absoluta. Los decesos superaron a los heridos.

Una tarde sin más me senté en la sala de mi casa y me puse a llorar. Llore por largo rato. Creo que lo hice por todos y por mí.

Veinticinco años después reconozco que una porción generosa de mi ilusión quedó debajo de los escombros y he acatado que la vida también quita.

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