sábado, 26 de diciembre de 2009

MARASSA: PRINCESA

POR: RAÚL GÓMEZ MIGUEL

Mil veces virgen. Mil veces desflorada. La Princesa seguía en la carretera.

Violada a los once, por un amigo de su padre, y fugada de la casa a los 16, la Princesa contaba las cárceles visitadas en los vistosos tatuajes de sus brazos.

Hubo un amor remoto que le dio tres abortos, la adicción al polvo y una motocicleta Harley.

Poderosa en sus jeans rotos y su gruesa chamarra de gamuza, la Princesa representaba toda la libertad aspirada por un niño de trece.

Y venía a la estación de abastecimiento, rugiente y esplendorosa. Encargaba la moto y entraba al baño de mujeres. Media hora después, llena de combustible y con el cabello al viento, la Princesa devoraba el camino.

Tímido en exceso, ella me habló primero.

En los atardeceres miraba el ocaso y platicaba conmigo. Supe de su pasado, de su presente irresponsable y del futuro no deseado. Hablaba suavemente, acariciando las palabras, y me decía: “¡Vive duro y nunca te rindas!”.

En tres ocasiones me visitó acompañada. Pero no tomaba en serio a nadie. “El amor no existe” –mascullaba- y me besaba en la mejilla. Una que otra vez se recargó en mí, cantando canciones que nunca había oído. Estar en su cercanía me colocaba en las puertas del cielo. La Princesa poseía el mejor par de ojos que hayas visto, y cuando reía, hermano, tocabas la gloria. Y no olía mal, olía a magia...

La última vez que nos vimos, me regaló un anillo en forma de calavera y una piedrita de cuarzo contra las malas vibras. Contemplamos el atardecer y antes de subirse a la moto, me jaló y me besó en la boca. Su lengua me robó el espíritu.

Encendió el motor y tomó la recta.

Esa noche no pude dormir y el “Jay”, mi perro, ladró hasta cansarse.

La rutina de la estación (despachar gasolina, poner aceite y aire, lavar coches y cobrar) fue un paliativo dudoso para no extrañar tanto a la Princesa. Muchos cambios sucederían y no estaba preparado.

La inquietud nocturna de mi precoz adolescencia causó nuevas expectativas físicas. Crecí, me salieron barros y en mi garganta brotaban unos “gallos” de antología.

Un diciembre, la Princesa volvió en forma de relato morboso.

Un camionero contó: “¿Te acuerdas de tu amiga la loca?. Se mató, hace dos meses. Fue gacho. Cerca de Tijuana, en una curva pronunciada, la chava se salió del carril y entre la moto y el trancazo se la cargó Pifas. Murió al instante”.

“¿Y el cuerpo?” –interrogué.

“Pos creo que naiden lo reclamó”.

Esa Navidad perdí la inocencia.

Me tardé años en concretar un indicio de su probable fin y lo encontré. La Princesa había muerto en un accidente, tal y como lo describiera el camionero, su cuerpo fue incinerado y dispersadas las cenizas en el desierto.

Por eso, mujer, venimos anualmente a estas ruinas. Por eso caminamos y me ves depositar un ramo de rosas rojas al pie de un árbol. Por eso, porque tras 30 años aún la amo y la espero...

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