martes, 14 de julio de 2009

A TÍTULO PERSONAL: LA IRREALIDAD DE LOS DERECHOS HUMANOS

POR: RAÚL GÓMEZ MIGUEL

La violencia engendra violencia. Soldados y policías operando en la libre para destruir al crimen organizado propician costos colaterales y una larga lista de violaciones a los Derechos Humanos de quien sea. No es nuevo. Los perros de la guerra reducen las órdenes a la supervivencia: ellos o nosotros.

El alud de denuncias contra las fuerzas de seguridad asentadas en los focos rojos del narcotráfico y las sumas imparables de caídos entre delincuentes y civiles, pues de los soldados nadie sabe, dan cuenta de la furia contenida en la población, testigo de asesinatos, desapariciones y torturas basadas en la denuncia anónima, a veces sin fundamento, y los caprichos de los combatientes sin la mínima posibilidad de un castigo. Es el cumplo el trabajo sangriento.

Una localidad: Ciudad Juárez, o un estado: Michoacán: los cuadros son desoladores y la legitimidad del gobierno federal se desgaja a montones. Nadie sabe a ciencia cierta el fin, la justificación tampoco. Tropas y uniformados tienen manga ancha para hacer y deshacer por encima de las autoridades locales y darle gusto al Presidente de la República aferrado en poner al país en un punto de quiebre para evitar que las drogas lleguen a los sepulcros de nuestros hijos.

La grilla en su pequeña mira se ha limitado a ver llover y guarecerse. Discute dirigencias de bancadas en el Congreso y agendas apuntadas a distanciarse de Los Pinos por múltiples razones políticas. De la ciudadanía, Dios se encarga.

Sin votarlo y mucho menos saberlo, porcentajes de la ciudadanía entraron a la guerra sucia de la ocupación oficial y a la evaporización de sus garantías mínimas sin diferenciar la capacidad destructiva de los bandos.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos y sus representaciones estatales, organismos no gubernamentales, medios de comunicación y el testimonio de la gente común integran una relación dantesca de arbitrariedades desconocidas en México, desde los años sesenta y setentas del siglo pasado, y no pueden hacer nada allende de la protesta, el memorandum, la condena y la recomendación. El papel no calma las llamas.

La furia de un gobernante reducido y la torpeza en la ejecución de una victoria definitiva contra la hidra fuera de la ley, rebasan ya las razones (si tuviera alguna) de no distinguir a los inocentes y retorcer los escenarios en tierra de nadie.

Terrible es el silencio de los “actores” del poder. Ninguna voz. Ninguna crítica. Como si la finalidad fuera desbarrancar al régimen y al ejército; de la policía ya se han encargado.

No podemos ocultar la sangre derramada. No podemos fingir tranquilidad. No podemos hacernos idiotas. El fuego crece y ningún contrapeso indica a Felipe Calderón el riesgo de un rompimiento total en las instituciones supuestamente democráticas.

El gobernante está acorralando a una población no acostumbrada al entorno violento de los profesionales y cuando eso sucede, los mexicanos perdemos la cabeza, nos vamos de cuernos y respondemos al llamado de la selva. Si se llamó al ejército a las calles fue para proteger a los indefensos, no para darles paso franco a una táctica de tierra quemada.

La Historia cuenta: donde pisaba el caballo de Atila, la hierba no volvía a crecer. Los bárbaros destruyen al tocar y la humareda de la destrucción está volando a los Estados Unidos, pilar y respaldo del calderonismo, donde la peste incomoda y las señales mudan de tono. Los halcones, por una temporada, están vedados en Washington, y no vendrá el vecino incómodo a incendiar la frontera sur, recibiendo aplausos y condecoraciones.

Sin admitir argumentos sensatos, el titular del Ejecutivo mexicano se está quedando solo. Los gastos y las ganancias de esta guerra no tienen lógica. Los ciudadanos agredidos son votos perdidos a su causa. El partido responsable de su estancia en Los Pinos idea caminos para rodearlo y recuperar la credibilidad caída. La oposición pedirá cuentas. Las instancias ciudadanas y los medios no se quedarán atrás: ya nombraron a sus gallos y le harán la vida imposible. Hasta en el círculo íntimo se sabe apestado.

Y las organizaciones criminales golpeadas se retuercen, siendo flexibles e imaginativas para apoderarse de lo indispensable en su mantenimiento.

Aquí hay perdedor: el pueblo de México, imposibilitado legalmente a disponer de su derecho a la vida; de sus derechos humanos en cuyo nombre, un mandatario y sus huestes rabiosas no están dejando piedra sobre piedra.

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