martes, 12 de mayo de 2009

FARFADET: Nuevo huésped

POR: Marcia Trejo


- ¡En la madre! ¡¿Qué carajos es esto?! –me pregunté aterrorizada frente al espejo: parecía prófuga de película tailandesa de miedo, era yo la mismísima demostración nacional de que Kafka no se pachequeaba y que es posible despertar convertida en algo inesperado.

La parte racional de mi persona se quedó muda, cosa anormal en mí ya que hablar rápido y con pocas pausas es una de mis virtudes, de mis defectos y de mis encantos. Después de un par de segundos me atreví –con la puntita del índice- a rozar “eso” que había nacido en la mitad de mi estómago, arribita del ombligo.

– Mmmm, se siente chistoso, como si fuera carnita. Su aspecto no es extraño, parece un brazo. Pero, ¿por qué tengo un tercer brazo en la panza?- me pregunté, no porque me moleste la ubicación, sino la particularidad de contar con una extremidad que hasta ayer no tenía.

Tomándolo suavemente con el índice y el pulgar lo llevé a mi nariz, olía a piel. Tímidamente le di una chupadita, sabía a piel. Ya con más confianza, lo giré de tal modo que la palma quedara frente a mi cara y ¡madres! que me pellizca la nariz. Cualquiera que haya intentado alejarse de su propio brazo sabrá que no es una labor fácil; lo más que conseguí fue poner una sana distancia de unos 75 centímetros entre mi cara y su palma. Nos miramos fijamente, más bien yo le miré y eso se relajó.

Después de recuperar la respiración, cosa no muy fácil después de veinte años de fumadora, mi mente empezó a trabajar. Siguiendo la filosofía mexicana que “de lo perdido, lo hallado” y “bicho que no mata, engorda”, llegué a la inteligentísima conclusión de que había que hacer algo al respecto y ya.

Mi primera opción fue ¡amputación!, misma que mi parte más lógica y directamente ligada a la supervivencia descartó porque si Eso sentía, entonces significaba que estaba unido de alguna manera a mi cuerpo, es decir, que si lo cortaba seguramente me iba a doler. Dos, recurrir al conocimiento; tras un buen rato de checar en la red y los libros, sabía que tener tres brazos no era común, por lo menos entre los seres humanos, que podía tratarse de alguna malformación genética o una alucinación provocada por un brote psicótico o psicotrópico, como ni me drogo y todavía no entro a las ligas mayores de la psicopatología, tuve que hacer lo que cualquier mexicana casi cuarentona haría: pedir ayuda.

Una vez vestida y con mi tercer brazo rodeando mi cintura, corrí a la escuela. Para mi buena suerte, el Abuelo estaba ahí. En tres segundos lo arrastré al salón más solitario y me empecé a alzar la blusa.

– Marcia, gracias por el strip tease, pero no eres mi tipo.
– No seas bruto. Mira lo que me salió.

El Abuelo, con esa tranquilidad que le da haber escapado de otra dimensión, me miró como si le acabara de decir que tenía dos piernas.

– ¿No te habías dado cuenta?, si todos lo tenemos-. Y alzándose la camisa me mostró el suyo.
– ¿Y por qué no lo había visto?- pregunté.
– Seguramente porque no habías mirado con cuidado.
– ¿Y se me va a quitar?
– No lo creo, es de nacimiento. Así que lo mejor es que te acostumbres-. Me dedicó la mejor de las sonrisas, con su tercer brazo acarició suavemente al mío y se marchó, llevando el ritmo -con el chasquido de sus tres manos- de una canción que sólo estaba en su mente.

La noche fue larga y surrealista. Un rayo de luna iluminaba a mi nuevo apéndice que parecía de lo más tranquilo. Pues bien, ya que resulta que era mío desde hacía décadas y no me había tomado la molestia de conocerlo, pues la lógica dictaba establecer algún tipo de diálogo.

– Pssst, pssst.

El aludido se incorporó ligeramente apoyándose en los dedos, se giró hasta recargar su peso en el dorso de la mano y, semejando silla sesentera, hizo algo parecido a prestar atención.
- ¿Quién eres?- pregunté.
Mi tercer apéndice superior, me señaló con el índice.
- ¿Eres yo?- dije extrañadísima.
Si una mano pudiera sonreír supongo que lo habría hecho, pero hizo algo rarísimo –si es que existe algo aún más raro- sonrió con mis labios.
- Ahora sí, ya chingué a mi madre- pensé con voz mental temblorosa- ahora resulta que es algo así como el brazo perdido del exorcista y que se puede posesionar de mí.
De mi boca salió tremenda carcajada.
– Por lo menos tienes sentido del humor- dije.

Ya metida de lleno en la dimensión desconocida, asumí que si los hindúes tenían un tercer ojo que les permitía ver más allá de lo evidente, pues yo -con la particular visión del mundo que me da haber nacido en la tierra de los nopales y haber leído a Kalimán de niña- podía tener un tercer brazo, ya nada más el chiste era descubrir para qué me servía. Resignada –con aceptación, diría un bigotón que conozco por ahí- me fui a dormir.

No voy a detallar los pormenores de mi adaptación al huésped que –más rápido que pronto- pasó a convertirse en miembro vitalicio de mi vida. Digamos, que hemos ido aprendiendo a disfrutar la mutua compañía y la comunicación ya es asunto dominado, algo así como una mezcla de pensamientos y emociones a medias.

Hoy, que veo desde mi futuro, puedo hacer un recuento de qué me ha traído y debo aceptar que los regalos llegan a veces en extraños paquetes. De entrada, la lectura se ha vuelto un asunto digamos “particular”, a veces indica con el dedo algún pasaje mientras llena mis ojos de lágrimas; creo que lo hace a propósito, para darle suficiente tiempo a las palabras para brincar de mi cerebro al corazón. Cuando regaño a los alumnos, con la mano derecha califico, con la izquierda los señalo y, con la tercera, les digo que creo en ellos y que estoy convencida de que pueden llegar a ser mejores. A veces, en franca rebelión (porque eso sí, tiene su genio), me da un zape cuando mi cerebro monopoliza la boca y no lo dejo hablar. En ocasiones, anda de ánimo simple y se dedica a hacerme cosquillas en el cerebro y el corazón para que riamos juntos. Otras veces, cuando dormimos, mi tercera mano toma la de Raúl y redescubro en qué consiste el amor.

Por supuesto, he tenido que aprender a respetar y amar su personalidad. Sé que tiene personas favoritas y cuando las ve –cual perrito enloquecido con correa- me arrastra a sus brazos. En ocasiones, sabe que quien necesita el abrazo soy yo y, con toda la ternura contenida de años, me acoge y me dice que todo saldrá bien.

¿Qué sería sin él? Supongo que un dúo incompleto, un Sherlock Holmes sin Watson, un Dr. Jekyll sin Mr. Hyde, un Hannibal Lecter sin su Clarice, un Dios sin Diablo...

¿Su nombre? No lo necesita porque ya es parte de mí. Hay ocasiones en que le llamo polvo de estrellas, que no es más que el pedazo de infinito que todos llevamos dentro o el rastro que deja Dios al caminar por el cielo para que podamos encontrarlo.

No hay comentarios: