martes, 8 de julio de 2008

MARASSA: El fundamentalismo de la salud


POR: Raúl Gómez Miguel


Los fanáticos de lo correcto se trasladan al ámbito de la vida doméstica y desde ahí convocan a la persecución pública de todo aquel que represente enfermedad o vicio. Los hipnotizados por el decoro alegan costos y riesgos colectivos para poner en la picota a los grupos sociales que resienten alcoholismo, desórdenes alimenticios, diabetes, hipertensión, tabaquismo o el padecimiento puesto de moda. En el supuesto de la perfección, la necedad y el mesianismo apoyan los desvaríos de funcionarios, instituciones e interesados en la fórmula simple de la popularidad gratuita.

Enfermos y viciosos son convertidos en chivos expiatorios del mal general. Las acusaciones variopintas abarcan desde la leyenda urbana, pasando por la conspiración y llegando a la demagogia blanca de la salud. Ante la falta de soluciones exactas a los problemas denunciados, los nuevos talibán optan por la persecución mediática, la censura popular y la invención de guetos que enclaustren, para variar a los diferentes.

En cuestión de meses, México se ha vuelto en el paladín de las causas globales y ha decidido aclimatar leyes internacionales de salubridad antes que resolver los verdaderos conflictos sociales que tiene. Acosando enfermos crónicos y adictos empedernidos, el gobierno federal y local ponen sus barbas a remojar remitiendo toda la carga negativa de resaltar la diferencia a los medios masivos de desinformación que con tal de vender fomentan la contradicción y los prejuicios.

Primero se aterrorizó a la población con la disfunción eréctil, acompañada de andro y menopausia, luego se lanzaron elocuentes maldiciones a los malos hábitos de alimentación, a continuación los tiros fueron a favor del medio ambiente y al ahorcamiento de fumadores, culminando, se espera, con el enjuiciamiento de bebedores.

La ofensiva por la salud es ridícula considerando la doble moral habitual en los interesados. Explico. Ninguna Constitución del mundo establece la propiedad del cuerpo al hombre que pertenece, sin embargo, los Estados hábilmente sí pueden decidir cuándo mandar a ese cuerpo a la guerra esgrimiendo una propiedad colectiva, sin respetar el parecer personal que corresponde. Trasladando esta paradoja a la salud bastaría con discutir y legislar correctamente el derecho inalienable que todo ciudadano tiene para hacer con su mortalidad lo que se le venga a en gana, siempre y que no afecte a terceros.

Es bastante estúpido, por ejemplo, atacar a los fumadores y a la industria tabacalera, pero sin afectar la compra de cigarrillos o los negocios colaterales que se desprenden de ella. Lo mismo sucede con la comida chatarra, muy preocupados por la gordura miserable del mexicano, pero la pena no impide las compras multimillonarias de publicidad que hacen los productores en los mismos medios que los denuncian. En pocas palabras, se acusa al mal y se vive de él.

Tanto enfermedades como vicios poseen un origen en la esencia misma de la sociedad, en consecuencia, somos todos los responsables de las directrices que tomen. Pongamos otro ejemplo, ¿qué sucede cuando los hombres y las mujeres de la colectividad tiene que trabajar más de ocho horas porque los salarios no les alcanzan para mantenerse y mantener a sus familias? Es obvio que comerán donde puedan y, no precisamente, en los sitios autorizados por las listas púdicas y saludables. La misma conducta tendrán los hijos y los familiares que quedan en casa, ya que se alimentaran no con lo que quiera, sino con lo que les alcance. Si los mexicanos estamos dispuestos genéticamente a ciertos malestares, no debemos soslayar el impedimento material para atender los padecimientos. La gordura mexicana es una gordura de pobreza, no de sobrealimentación como la de otros pueblos.

En los vicios acuden puntualmente las deficiencias sociales. Educación, demografía y cuantos factores ocurran están presentes en la toma de decisiones de quien comienza una adicción. Los adictos guardan motivos y detentan suministro. Es curioso observar las declaraciones de las instituciones en contra del narcotráfico a sabiendas que cualquier vecino de nuestras colonias advierte en qué sitios se compra y vende enervantes, sin que a la fecha el abasto muestre indicios de inexistencia, fenómeno que contradice los arrebatos teatrales de los políticos.

En lo externo, son el Estado y la Sociedad las instancias correctas para mejorar el futuro generacional de los mexicanos. El primero garantizando la realización plena del individuo tal cual aparece indicado en la Carta Magna de 1917. La segunda asumiendo la obligación a exigir concreta y sensatamente la funcionalidad de las instituciones y de las personas que las ocupan. Mientras ambos se avientan la bolita de la responsabilidad, enfermedades y vicios seguirán su tendencia natural de crecimiento. No es inteligente que ahora que los afligidos son un problema descomunal se pretenda resolverlo cuando las raíces del mismo se siguen repitiendo: miseria, ignorancia e injusticia.

En lo interno, corresponde al ciudadano y a los integrantes de la familia valorar la salud sobre condiciones propias y adecuar las oportunidades a su caso específico. El ciudadano tiene el derecho y la obligación de estar informado. A estas alturas por una simple exposición a medios y a la gente todos conocemos las sustancias que nos dañan y los riesgos probables que figuran. No obstante, insisto, el habitante promedio cuenta con la libertad natural a elegir con qué matarse y qué hacer con la descendencia que le compete.

Es revelante que en las escuelas de nuestro país sea el Civismo una asignatura pendiente porque se le confunde o se enseña al trancazo; desinformación que impide generar ciudadanos adecuados.

Pensar en un programa nacional de educación nutricional es un deseo para los Reyes Magos. Las grandes metas nacionales requieren otros conocimientos.

Cerrando el cuadro desolador están los resentidos y los aprovechados que apoyados en la luz verde de la salud se dan vuelo sacando lo peor de la especie, y hablo de las señoras frustradas que se abalanzan en los restaurantes para apagar los cigarros encendidos; de los vejetes reaccionarios que señalan a los policías donde se fuma a escondidas; de los jóvenes fascistas que golpean y humillan a los gordos, flacos, emos o lo que sean; de los comunicadores que acusan a los negocios que les dan el espacio y el salario; en fin, de la gentuza que usurpa la buena con la paranoia inquisitorial.
Y aunque suene a cliché, no perdamos la cordura y resolvamos lo que esté a nuestro alcance, respetando a los demás exactamente como nos gustaría que ellos lo hicieran. El sectarismo es la cara definitiva de la imbecilidad. Allá, nosotros.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuando sea grande, quiero escribir como tú.
Dodo subversivo.